Volver a escuchar

“El oído es el órgano más próximo al alma.”
— Aristóteles

Hay sonidos que no se olvidan, aunque la memoria los disimule. El mío ocurrió a los cinco años, durante una tormenta sobre la Ciudad de México. Vivía en un edificio horizontal, de patios compartidos, donde las fachadas se cubrían de plantas que colgaban como selvas domésticas.

Aquella tarde, la lluvia golpeaba las hojas del pasillo con un ritmo tan hipnótico que todo lo demás se disolvió.
Desde la ventana del primer piso observé cómo el agua descendía por las ramas y los balcones. Después, cerré los ojos.

Fue el instante en que, sin saberlo, aprendí a escuchar de verdad. El trueno respiraba sobre la ciudad, la lluvia dialogaba con el aire. Los sonidos se convirtieron en formas que rebotaban en mi mente: geometrías líquidas, pulsaciones de luz, reflejos que danzaban en silencio.

Y entre ellas apareció una cascada de pequeñas estrellas doradas —las mismas etiquetas que me ponía la maestra Paty en la frente, en el kínder Campanita, cuando me portaba bien— que caían al ritmo de la tormenta. Era como si la memoria y el presente se hubieran fundido en un solo pulso. Por primera vez comprendí que el sonido también puede ser una visión.

La neurociencia explica que ese tipo de experiencia sinestésica no es tan rara en la infancia. El cerebro de un niño es más plástico; sus áreas sensoriales aún no están delimitadas del todo. Estudios del Institute for Neuroaesthetics (2021) indican que la exposición prolongada a sonidos naturales —como la lluvia o el viento— puede inducir estados de imaginación multisensorial. El fenómeno ocurre porque el sistema auditivo y el visual comparten rutas neuronales en el tálamo, lo que permite “ver sonidos” o “oír colores” durante estados de alta atención o calma emocional.

Durante la adolescencia, convertí el trayecto entre la preparatoria y mi casa en una ceremonia privada: kilómetros con los audífonos puestos, atravesando avenidas, estaciones y parques, mientras la ciudad se transformaba en un paisaje cinematográfico.

No había destino, solo un flujo continuo donde todo —el ruido de los motores, las conversaciones lejanas, mis pensamientos— se mezclaba en una misma frecuencia.

A veces creo que esa costumbre fue mi primera forma de meditación urbana. Caminar y escuchar: dos movimientos que, según estudios del Journal of Cognitive Neuroscience (2017), aumentan la conectividad entre hemisferios cerebrales y mejoran la regulación emocional. Sin saberlo, ya entrenaba mi mente con audífonos y mochila llena de discos grabados.

Con los años, esos recorridos se transformaron en una forma de pensamiento. Cada paso era una medida de compás, cada esquina un cambio de tono. La ciudad era mi partitura viva. El filósofo Henri Lefebvre escribió que “toda ciudad posee su ritmo”, y que aprender a habitarla requiere escucharlo. En mi caso, el ruido de los camiones, los ecos metálicos del metro y el rumor de la lluvia sobre el asfalto eran mis primeras clases de composición.

Entendí que no todo lo que suena es música, pero todo puede ser escuchado. Y, en ese aprendizaje, surgió una pregunta que nunca me ha abandonado: ¿qué queda cuando el ruido desaparece?

Hoy sé que detrás del sonido hay un segundo plano, más sutil: el silencio. No un silencio vacío, sino vibrante. La física acústica lo define como “el espacio donde la energía sonora no ha colapsado”.

El compositor John Cage lo llevó a su extremo con su obra 4’33”, demostrando que el silencio absoluto no existe: incluso en una cámara anecoica se escuchan el pulso del corazón y el flujo de la sangre. Comprendí que escuchar no es solo oír lo externo, sino percibir el movimiento interno.

Cada vez que me siento estancado, sé que no es falta de inspiración, sino falta de apertura. Aprender es una manera de volver a abrir el oído del alma. Últimamente he redescubierto mi fascinación por la acústica de los espacios: cómo las paredes, los materiales y las distancias moldean la percepción. Un dato curioso: la arquitectura gótica no fue pensada solo para elevar el espíritu hacia Dios, sino también para amplificar el sonido del canto gregoriano. El sonido, literalmente, construyó las catedrales. Quizá por eso siento que entender cómo suena un lugar es otra forma de comprender cómo suena uno mismo.

Si alguna vez pudiera enseñar a otros a volver a escuchar, no lo haría con palabras. Apagaría las luces de mi estudio y les pediría dejar el teléfono lejos. Luego los dejaría en penumbra, acompañados solo por una secuencia de frecuencias diseñadas para despertar la memoria sensorial: vibraciones que dialogan con el cuerpo, timbres que revelan emociones dormidas. No sería una clase de música, sino una experiencia de silencio guiado.

Un espacio donde el sonido se convierta en espejo. Ahí, entre la vibración y la quietud, comienza la verdadera escucha.

El neurólogo Oliver Sacks demostró que la memoria musical sobrevive incluso cuando la palabra desaparece: el cerebro guarda el sonido en capas más profundas que el lenguaje.

La compositora Pauline Oliveros, creadora del método Deep Listening, propuso una práctica basada en “escuchar todo lo que se puede escuchar”, tanto lo audible como lo interno, como vía de expansión de la conciencia.

El antropólogo Steven Feld, en su estudio Sound and Sentiment, mostró cómo los pueblos de Papúa Nueva Guinea asocian emociones con sonidos naturales —el llanto del pájaro kaluli representa la nostalgia—, confirmando que el oído es un órgano afectivo, no solo perceptivo.

Todos, desde sus campos, convergen en una misma verdad: escuchar transforma la mente.

Quizá por eso, después de tantas lecturas y silencios, siento que he vuelto a escuchar. No el ruido del mundo, sino el eco de aquella tormenta que aún vibra dentro de mí.
La misma que, sin saberlo, me enseñó que el sonido no solo se oye: se habita.

Posdata: sobre la sincronicidad del sonido

A veces pienso que no fue casualidad que mi primera escuela en el mundo se llamara Campanita. Quizá ese nombre era una profecía temprana: una campana diminuta llamando a mi atención hacia el reino invisible del sonido. Jung llamaría a eso una sincronicidad arquetípica, la coincidencia significativa entre un símbolo exterior y un proceso interior. El eco de aquella palabra sigue resonando en mi vida. Porque desde entonces, cada frecuencia que atraviesa mi cuerpo me recuerda algo esencial: que todo lo que vibra —una lluvia, una voz, una memoria— no solo comunica, resuena.

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