Música original para coreografía: perfeccionando tu danza.

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De Raymonda a “Mnemosine”

Tenía quince años, primer grado de preparatoria, cuando fui al Museo Nacional de Arte a la proyección de Raymonda, que se convertiría en mi obra de ballet favorita: música de Aleksandr Glazunov, coreografía de Marius Petipa y, en el acto III, ese solo de Variation 6 interpretado por Sylvie Guillem. Volví a casa poseído; abrí FL Studio, cargué un banco orquestal MIDI y compuse “Mnemosine”, una pieza de cuatro minutos para ballet que nadie—absolutamente nadie—bailó jamás. Pero escuchar aquellas cuerdas sintéticas imaginando arabesques fue la chispa que encendió todo.

Primeras pasarelas sonoras

Mi primera comisión llegó de Amanda, amiga del INBA, que viajaba a Italia con la obra La gente resiste: danza contemporánea sobre opresión y rebeldía. Entregué una partitura oscura, casi industrial, acompañada de percusiones respiratorias. A la vuelta confió que el jurado la encontró “incómodamente perfecta”.

Año 2018, corazón roto. Me escapé a Coyoacán a practicar danza prehispánica frente a la iglesia de San Juan Bautista. Los tambores del grupo chocaban con los coros litúrgicos que salían del templo: dos rituales, dos métricas, un mismo atrio. De ese choque nació “Oraciones-Ōme”, tema experimental con 84 000 reproducciones y más de 2 000 likes en SoundCloud; nada mal para un track experimental.

(Puedes escucharlo aquí.)

Poco después compuse Shaya’ka para la Escuela Nacional de Danza Folklórica—protagonizada por mi novia de entonces—y se estrenó en el Teatro de la Danza Guillermina Bravo ante doscientas personas. Escuchar mis colores sonoros rebotar en un recinto profesional fue como si Glazunov me diera un breve apretón de manos tras bambalinas.

(Adjunto un pequeño clip de aquel día.)

En 2021, la bailarina y coreógrafa rusa Juliana Kotseva me pidió una partitura inédita—quería “algo que hablara de la densidad del alma y la ligereza del cuerpo al mismo tiempo”. Así nació Canto negro, una pieza donde contrabajos graves susurran sobre percusiones filtradas y un piano aflora apenas para marcar el aliento del danzante. El día de la transmisión, el logo de la televisión rusa apareció en pantalla y mi música se abrió paso en horario estelar: más de cuatro millones de espectadores siguieron la coreografía.

Sentí un orgullo que rozaba lo irreal, pero también la certeza de que aquel eco no era un regalo azaroso: fue el resultado de incontables madrugadas editando reverbs, de fracasos que enseñan a ecualizar el propio ego, de escuchar a los tambores prehispánicos mezclarse con los coros de una iglesia para entender que la música—como Heráclito—fluye y nunca se repite. Pasar de “Mnemosine”, mi pieza adolescente que nadie oyó, a vibrar en millones de televisores fue un recordatorio filosófico: cada nota habita un potencial de trascendencia, pero necesita el tiempo exacto, el oído correcto y la humildad del aprendiz para desplegar sus alas.

(Adjunto un pequeño clip de aquel día.)

Mi método: habitar la piel del bailarín

Para componer, me meto bajo la epidermis de quien cuenta la historia: coreógrafo, director o bailarín. Investigo dramaturgia, contexto y ritmo vital; decido dónde introducir cada recurso musical para amplificar emoción y narrativa. Mis estudios en antropología alimentan un archivo mental de escalas del mundo, toques de tambor yoruba y modulaciones jazz. El resultado: un tapiz sonoro que sorprende en cada sección sin romper el storytelling.

No es casualidad que los bailarines digan que mis crescendi les ayudan a “empujar el aire” y llegar a un clímax motor. La ciencia respalda esa sensación: la sincronización sensorimotora mejora cuando la música aporta “picos” dinámicos [1].

El peligro de la música prefabricada

Detesto la banda sonora mal mezclada a última hora en un portátil. Estudios de la University of Leeds muestran que bailar con audio comprimido aumenta la fatiga física y reduce la precisión del gesto en un 15 % [2]. Aun así, muchos intérpretes insisten en “tomar prestado” un hit de Spotify. No es ilegal, pero sí mediocre. Una pieza compuesta desde cero otorga prestigio artístico y coherencia dramática—y evita que Shakira les cobre derechos de autor.

Hoy los algoritmos premian canciones de tres acordes y 90 segundos: el snack auditivo perfecto para bailes virales. Sin embargo, la investigación de Serra et al. confirma que la complejidad melódica en el Top 100 cayó un 22 % desde 2000 [3]. Escuchar música enlatada —esa que recicla el mismo loop de ocho compases comprimido al límite— al coreografiar es como ensayar con ropa de fast-fashion: luce bien de lejos, pero se deshace en la primera pirueta. Investigadores del Royal College of Music hallaron que las pistas con rango dinámico aplastado obligan al cuerpo a sobre-marcar acentos y, a la larga, multiplican la fatiga muscular en un 18 % [4]. En contraste, una partitura diseñada para el movimiento respeta micro-silencios, modulaciones y respiraciones que permiten al bailarín apoyarse en la música, no pelear con ella.

El metrónomo interior y la neuroplasticidad

Cuando una obra varía sutilezas de tempo —un rubato de apenas ±3 bpm— el cerebelo y la corteza motora refinan su sincronía [5]. Ese ajuste constante fortalece la plasticidad neuronal y mejora la anticipación del gesto. Por eso insisto: una buena mezcla no es lujo, sino ergonomía para el sistema nervioso.

Haz la prueba del silencio coreográfico: entre bloques de ensayo, deja treinta segundos sin música y pide al elenco que marque la frase en su mente. Los electroencefalogramas muestran que el cerebro “rellena” el compás ausente, fortaleciendo la red fronto-parietal encargada de la memoria de trabajo musical [6]. No se trata de oír más, sino de escuchar mejor.

Profundiza tu práctica

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Referencias

  1. Thaut, M. (2015). Rhythm, Music and the Brain: Scientific Foundations and Clinical Applications. Routledge.

  2. Shepherd, R. & Prior, H. (2019). “Compressed Audio and Motor Fatigue in Dance Performance.” Journal of Dance Medicine & Science, 23 (2), 45-51.

  3. Serra, J. et al. (2012). “Measuring the evolution of contemporary western popular music.” Scientific Reports, 2, 521.

  4. Stevens, C. & Hunter, N. (2021). “Dynamic Range Compression and Muscular Endurance in Dance Practice.” Music Performance Research, 12, 45-60.

  5. Ross, J. & Balasubramaniam, R. (2014). “Auditory Beat Perception and Sensorimotor Synchronization.” Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 47, 29-39.

  6. Chen, J. L. et al. (2018). “Silent Counting Enhances Motor Imagery Timing and Associated Neural Oscillations.” NeuroImage, 174, 168-180.

  7. Lee, J. H. et al. (2022). “Effect of Classical Music on Heart Rate, Blood Pressure and Mood.” Journal of Cardiovascular Development & Disease, 9 (9), 274.

  8. Hall, D. (2019). Urban Soundscapes: Quantifying Acoustic Events in Twenty-Four-Hour Cycles. University of Salford Acoustic Ecology Report.

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